Son
caros cuando se compran, no valen nada cuando se revenden, alcanzan
precios astronómicos cuando hay que encontrarlos una vez que se
agotaron, son pesados, se empolvan, son víctimas de la humedad y de
los ratones, son, a partir de cierto número, prácticamente
imposibles de trasladar, necesitan ser ordenados de una manera
específica para poder ser utilizados y, sobre todo, devoran el
espacio. JACQUES BONNET, Bibliotecas llenas de fantasmas
Para M. M. M., lejos y en el tiempo. Dejó de atesorar libros. El verbo está bien empleado, pues eso es justamente lo que dejó de hacer: considerarlos tesoros, atribuirles carácter de objetos preciosos. Desde que empezó a reunirlos en la infancia, también él había ido adquiriendo, con los años, esa idea general y muy difundida de que los libros no son solo su contenido sino también su forma, su tamaño, sus colores, su olor. Una de las primeras sensaciones memorables de su niñez pueblerina era aquella que, cuando regresaba del mundo de afuera (la calle, la escuela), le proporcionaba abrir la puerta del sencillo cuarto donde estaba su biblioteca y verlos ordenados y sólidos detrás de los vidrios. Eran sus libros, y en ese reconocimiento descansaba una consistencia, una solidez que era su refugio contra todo el resto. El mundo tenía muchas veces la inmaterialidad con que el sol del verano envuelve las cosas y las disuelve: las siestas en su pueblo eran así, una disolución ...
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