Borges
es incomparable. Inventó un género que no tiene nombre. Es ficción,
ensayo, una forma literaria a la que se le quieren adosar los viejos
nombres pero que justamente, por ser viejos, no pueden definirla. Su
modo de escribir aparece como modelo, pero lo curioso es que no tiene
buenos imitadores: quienes aspiran a imitarlo quedan lejos de él. El
modo en que llega a su objeto, lo construye, lo delimita, se asemeja
al tiro al blanco zen: no se sabe cómo con tanta sencillez y
economía de movimientos se logra tal precisión.
Siempre
recuerdo que señaló a la metafísica como una rama de la literatura
fantástica: es una gran definición. Formo parte de toda esa gente
que tiene su propia anécdota con Borges, material de toda una rama
de la literatura argentina. Asistió a una de mis clases en la
Facultad de Psicología en 1984. Regresaba de Tucumán, de un
congreso de lingüística cuyo tema era el Facundo. Le
pregunté cómo le había ido. “Bien, bien. Lo que no entiendo es
para qué hacen estos congresos si el Facundo no les gusta;
terminan diciendo que es una sucesión de sintagmas”. La gente que
lo denigra por sus posiciones políticas pertenece a un sector que
bien definió Harold Bloom: son miembros vitalicios de la escuela del
resentimiento. TOMÁS ABRAHAM
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