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La siesta


Para M. M. M., lejos y en el tiempo.

Dejó de atesorar libros. El verbo está bien empleado, pues eso es justamente lo que dejó de hacer: considerarlos tesoros, atribuirles carácter de objetos preciosos. Desde que empezó a reunirlos en la infancia, también él había ido adquiriendo, con los años, esa idea general y muy difundida de que los libros no son solo su contenido sino también su forma, su tamaño, sus colores, su olor.

Una de las primeras sensaciones memorables de su niñez pueblerina era aquella que, cuando regresaba del mundo de afuera (la calle, la escuela), le proporcionaba abrir la puerta del sencillo cuarto donde estaba su biblioteca y verlos ordenados y sólidos detrás de los vidrios. Eran sus libros, y en ese reconocimiento descansaba una consistencia, una solidez que era su refugio contra todo el resto.

El mundo tenía muchas veces la inmaterialidad con que el sol del verano envuelve las cosas y las disuelve: las siestas en su pueblo eran así, una disolución de los perfiles físicos (e igual las de invierno, con su película de desnudez y opacidad echada sobre cada muro y cada esquina). Los amigos, los juegos, los árboles, las aulas —los bancos de madera marrón—, las veredas, las caminatas o las vueltas en bici mantenían su solidez de hechos concretos mientras ocurrían, cuando él participaba de ellos. Pero a poco de apartarse, no bien se quedaba solo o emprendía el regreso a casa, el mundo volvía a tragarse todo con su envoltura vaga, devolvía los hechos a una unidad sin matices de la que él, inmediatamente, se exiliaba. Entonces, al entrar en el cuarto, allí estaban ellos, sus libros, ordenados en el anacrónico mueble con vidrios que su padre le había comprado. Y en ese instante el mundo parecía, ante sus ojos, restituirse.

Existía un segundo refugio, pero estaba a unas cuadras (silenciosas cuadras de pueblo) de su casa. Era también una vivienda pero muy diferente a la suya: la casa de su tía poseía la nobleza de la buena construcción, de la espaciosidad, de la íntima pulcritud sin lujo. Era cálida en invierno y fresca en los veranos, y así, su interior era para él otra isla contra la disolución, tal como su Kafka, su Camus y su Sabato dentro del mueble con vidrios. En esa casa vivía, mientras fue una joven docente núbil, su prima.

Ahora, cuando atraviesa en colectivo cada mañana la vasta metrópolis rumbo a su trabajo y levanta la vista de la pantalla del lector electrónico, puede volver a maravillarse pensando que sí, en efecto, almacenadas en ese objeto con forma similar a una tablilla sumeria están toda la narrativa y toda la poesía de Borges, como lo estaban, varias décadas atrás, en aquel gran tomo verde de Emecé que su madre le compró casi al borde de sus ahorros. Y la maravilla tecnológica le facilita, al contrario que a otros, no persistir en el culto del olor, los colores o la textura de los libros de papel. Los libros, se dice a sí mismo, son una variante suprema de la tecnología humana, pero no menos este dispositivo de cualidades mágicas: micro-cápsulas de titanio que enhebran sílabas ante sus ojos.

Lo fue abandonando esa idea general, el libro como objeto entrañable, y luego ya no se rindió nunca a esa suerte de nostalgia. Por eso había sido capaz, varias veces a lo largo de su vida porteña, de deshacerse de muchos, purgar su biblioteca metropolitana: regalarlos, donarlos, mal venderlos. Se quedaba solo con los que pensaba que, seguramente, un día querría o necesitaría releer.

En las tardes vacías del pueblo, el color negro del cabello y de los ojos, la sonrisa de su prima, eran como un abrazo a su soledad infantil. Le llevaba unos quince años y era, para mayor embeleso, profesora de Literatura. Así que, en esas horas en que su tía quizás estaba trabajando o haciendo su siesta, otro bálsamo contra la fragilidad del mundo era quedarse a solas con su prima, mientras ella corregía unos ejercicios o doblaba ropa o acomodaba algo en la casa, le servía leche con galletitas y lo escuchaba atentamente mientras él, un chico todavía inhábil con las palabras, se empantanaba al tratar de explicarle que estaba leyendo El Castillo y que este versaba sobre (pues así decía en la contraportada) la in-con-men-su-ra… bilidad de las aspiraciones humanas.

Fin de la niñez: tríptico. En el primer panel, una noche de Navidad con la familia reunida. Su prima coloca en el árbol un regalo para él: un libro, amorosamente dedicado. En el segundo panel, otra noche de fiesta familiar pero ahora el grupo, entre jubiloso y burlón, saluda la partida antes de tiempo de la prima con su flamante amor, un joven notable de la burguesía local. El niño, que está dejando de serlo, imagina por qué la joven pareja enamorada se marcha antes: se imagina para qué. En el tercer panel, el ya casi adolescente que aún —y acaso por última vez— visita una siesta la casa amplia y umbría, se sienta junto a su prima mientras ella sostiene un moreno pecho desnudo para el primogénito recién venido. No recuerda ahora cuánto tiempo después se marchó del pueblo (la milicia, la metrópolis y su fascinación), pero nunca olvidaría esa imagen final del tríptico.

Sobre él pasan los años. Y se descubre a sí mismo recorriendo, una mañana libre del trabajo, las bibliotecas de la gran ciudad; alcanza a visitar cuatro o cinco antes de sentirse extenuado, y se vuelve a casa con el corazón contrito porque, claro, cómo saber si aquella donación de libros de las tantas que ofreció en estos años fue a parar justamente a alguna de esas bibliotecas públicas y, si así hubiera sido, cómo iba a hallar, en algún populoso estante de literatura rioplatense, aquel volumen ahora seguramente amarillento, oloroso, quebradizo, con la tapa de cartulina granulosa de la edición de Losada que Baldessari había ilustrado con una jovial y sinuosa serpiente verde-rojo-negra, la Anaconda de Horacio Quiroga en cuya portadilla, quién sabe, un día un lector anónimo hallaría la dedicatoria en desleída tinta azul: “Para que vayas formando tu primera biblioteca. M. M. M.”.


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